viernes, 2 de enero de 2015

GÓNDOLA, Andrea Ocampo

Andrea Ocampo
Góndola (El ombú bonsai, Rosario, 2011), de Andrea Ocampo trata de la vida expuesta como mercancía para alimento de una sociedad antropófaga. Un tratamiento que la poeta aborda sin concesiones al dogmatismo realista y dialógico que ha dominado el quehacer poético porteño y su ámbito de influencia.



Una de las virtudes que Andrea Ocampo destila en este poemario, preciosamente editado en un mini libro por la editorial rosarina El ombú bonsai, es la honestidad. La poeta no pretende impresionar "poéticamente" sino que poetiza a partir de la cotidianeidad para adentrarse en el laberinto de una realidad que compromete la vida y el alma de los individuos. Ya desde su primer poema -Para todo lo demás- empieza confesando su incomprensión de una modernidad que ha alterado ese lenguaje que le era tan comprensible durante su niñez [No entiendo esa propaganda. / Las otras sí. Las de antes. / Nos divertimos / de sobremesa comentando propagandas viejas. / La emoción frágil de  /tararear jingles.]- y ante esa realidad concibe la idea de situarse en la cima de ese escaparate de productos de supermercado -la góndola, como le llaman en Argentina- para asir de algún modo parte de ese devenir que se escurre entre los dedos mientras atraviesa el desfiladero de las sirenas. Situarse allí arriba equivale a atarse como Odiseo al mástil de la nave para resistir el canto de las sirenas e interpretar el lenguaje de los dioses, los códigos del poder que, como la Gorgona, cosifica a los individuos [La solución quizás sea sentarse / en lo alto de la góndola / y esperar. Pasarán / los cadáveres de nuestros enemigos / empujando sus changuitos / por el pasillo de sopas y conservas [...] Derivo el billete / a la moneda, al papel, al plástico. / La metonimia perfecta: / una foto, tu firma y / cuántos meses / para que el miedo pierda interés...]
Desde esa góndola varada en la materialidad pueden avistarse los individuos atrapados en la masa oscura de la alienación que, sin embargo, sienten el pálpito de la vida [Cada mañana mi vecina abraza / la prenda seca que antes lavó...]; lo sienten con sus sentidos embotados por los signos de la inhumanidad [Las vidrieras / nos acechan con angelitos / y peluches de corazón. / Y tu corazón te habla en láser, lee la lucecita / tus instintos más secretos, / los antiguos / que pensaste abandonados...], que los devuelven a la edad primaria de la compulsión. A esa edad de ruido e imagen sin elaborar que domina los gestos [Es es siglo de los ojos] y hace de cada sueño un videoclip y de cada territorio un vasto campo de alimentos congelados.
Nada escapa a la visión desolada de Andrea Ocampo, ni siquiera los libros, [Los libros, fundadores del caos, / no escaparon al discreto / orden de la góndola...]  que desplazados de su hábitat natural buscan refugio entre los quesos, las yerbas, los flanes y arvejas y, convertidos en eslóganes de la felicidad de doscientas sesenta páginas ofrecen la realidad producida desde el poder. El libro, escribe Andrea Ocampo, es el eslabón perdido entre el banquete y la basura. Un producto con fecha de caducidad de la que informa un código de barras, que también contiene la esencialidad holográfica que lo consiste. Una esencialidad que pone en tela de juicio la conciencia y encapsula la memoria y el alma en un álbum fotográfico, que es la última ilusión de un tiempo reversible. El último refugio contra el inevitable olvido. 
Mas, contra esa realidad caníbal construida por el poder existe una posibilidad de supervivencia, a la que se aferra Andrea Ocampo. Una posibilidad que elige para no convertirse en un último vestigio de humanidad. El fuego, la poeta lo elige porque no hay dolor en el fuego, porque no hay dolor convirtiéndose en ceniza y porque el viento / no distingue una ceniza de otra. Una elección que  reivindica la vida como si ésta fuese una piedra maravillosa y rara / sin fecha ni origen más allá de mi mano. / Una piedra cuyo corazón desconozco / y guardo / cuidando que no se rompa.