sábado, 4 de febrero de 2012

EL OTRO POR SÍ MISMO, Jean Baudrillard


















El filósofo francés Jean Baudrillard ya expuso en la década de 1960 que la sociedad moderna ya no era determinada por la producción sino por el consumo y que el consumismo era expresión de la hegemonía del sistema capitalista. En El otro por sí mismo (Anagrama, 2ª edic. 1994, trad. Joaquín Jordá), Baudrillard analiza esta sociedad «dominada por el éxtasis de la comunicación» poniendo de manifiesto una hiperrealidad donde el individuo ha sido desplazado hacia la virtualidad existencial.

Desde su inicio el libro plantea la existencia de una realidad, la social, que parece carecer de objetivo proyectivo y que requiere, para su análisis, la construcción de la entelequia de obra preexistente que presiente «su final desde el principio». El otro por sí mismo es una tesis que se desarrolla a partir de un sistema, el de los objetos, para Baudrillard ya desaparecido y que se sostenía entre «un signo cargado de sentido, con su lógica fantasmática e inconsciente y su lógica diferencia y prestigiosa», entre las cuales se inserta el sueño antropológico de «un estatuto del objeto más allá del cambio y el uso, más allá del valor y la equivalencia», y el de de una «lógica sacrificial» -don, gasto, consumación, cambio simbólico, etc.- que en la medida que existe desaparece. Es decir, el universo del objeto como espejo del sujeto. La oposición entre ambos -objeto y sujeto- se significa a través de la escena de la historia y también a través de la escena de la cotidianidad que emerge de una «historia cada vez más políticamente desinvestida». Lo cual conduce a la sustitución de ambas escenas por la irrealidad de la pantalla y la red.
Es así como «todo el universo que nos rodea e incluso nuestro propio cuerpo se convierten en pantallas de control», dice Baudrillard, que constituyen la sustancia de una hiperrealidad. Un contexto virtual en el que el individuo desaparece como autor y actor para convertirse en «terminal de múltiples redes», y donde pueden imaginarse simuladores para cualquier actividad o vivencia. En esta apariencia la vida queda reducida a una brutal obscenidad entendiendo como obsceno «lo que acaba con toda mirada, con toda imagen, con toda representación», pues no es sólo lo sexual lo que se torna obsceno, pues prevalece «una pornografía de la información y la comunicación» que borra toda intimidad exponiéndola al escrutinio público.
Al borrarse las fronteras entre los espacios público y privado, la publicidad se convierte en el vehículo «de una visibilidad omnipresente de las empresas, las marcas, los interlocutores sociales, las virtudes sociales...» que invade todo y trastoca el sentido. En ese espacio público virtual, el monumento, el museo, la calle, etc. no son partes de un paisaje real sino representaciones simbólicas, reclamos publicitarios de un espacio. La torre Eiffel de París o el templo de la Sagrada Familia de Barcelona, por ejemplo, no son un monumento cultural o religioso sino imágenes de un anuncio publicitario elevado a la categoría de símbolo. Desde esta perspectiva puede comprenderse el por qué los terroristas de al-Qaeda estrellaron sus aviones contra las torres gemelas de Nueva York y el edificio del Pentágono, símbolos del capitalismo y el militarismo estadounidenses.
Marx, dice Baudrillard, ya había denunciado «la obscenidad de la mercancía» que, a diferencia del objeto que preserva su secreto, exhibe «su esencia visible, esto es, su precio». Es así cómo del mismo modo que la prostitución y la pornografía son formas extáticas de la circulación del sexo, «el mercado es una forma extática de la circulación de los bienes», un vasto espacio donde se impone la obscenidad fría y comunicacional y esa promiscuidad que equivale a «la saturación superficial» dominada por la fascinación y el vértigo. Una fascinación y un vértigo que traen aparejados la incertidumbre del existir y, consecuentemente, la «obsesión por demostrar nuestra existencia» y de «hablar cuando no hay nada [o no se tiene nada] que decir.»